jueves, 10 de abril de 2008

El hombre oso (Grizzly man)


El hombre oso

“Toda la naturaleza es perversa, y nunca va según mis deseos”.
Charles Darwin.
El hombre oso (Grizzly man)
Dirección y guión: Werner Herzog
País: EU
Año: 2005
Duración: 104 min.


Una cálida mañana estival, a mediados de la década de los ochenta, una guapa “interpretadora” del Parque Nacional de Jasper, en las Rocallosas canadienses, y quien esto escribe, observábamos desde una atalaya un pequeño valle donde una corpulenta hembra de oso grizzly y su osezno comían bayas de unos arbustos. “Si estuviéramos allá abajo, dentro de su radio sensorial, no tendríamos la menor oportunidad”, comentó la guía en tono más bien introspectivo. Y añadió: “ella nos arrancaría la cabeza de un par de cachetadas”. Este recuerdo de antiguas andanzas conservacionistas fue lo primero que vino a mi mente después de haber visto El hombre oso (Grizzly man), el último documental del legendario director alemán Werner Herzog, que recientemente ha sido estrenado en México. Producido por Discovery Channel, el filme es el recuento de la dramática vida de Timothy Treadwell, personaje que creía haber superado los límites de la relación entre la especie humana y los animales salvajes, algo que al final tuvo consecuencias desastrosas para él. Una historia trágica a la que Herzog se refiere en su película como ejemplo de la “disneyficación” de la naturaleza por parte de la sociedad estadounidense.

A lo largo de su carrera, Herzog se ha interesado siempre por individuos que se mantienen, de alguna manera, alejados de la sociedad y que se arriesgan por conseguir sus aspiraciones personales. El protagonista de Grizzly man pertenece al mismo tipo de personajes que ya se encontraban en las excelentes Aguirre, la ira de Dios (1972) y Fitzcarraldo (1982), y en documentales como El gran éxtasis del escultor de madera Steiner (1973) y Little Dieter needs to fly (1997).

En octubre de 2003 los restos de Treadwell, junto con los de su novia Amie Huguenard, fueron encontrados cerca de la zona donde acampaban en el Parque Nacional de Katmai, en Alaska. Un oso grizzly de 30 años los había atacado y devorado. Cuando el ataque tuvo lugar la cámara de video de Treadwell estaba encendida, aunque con la tapa de la lente puesta, así que sólo se grabó el sonido. Herzog se filmó a si mismo escuchando esta cinta patética. El cineasta recuerda, “cuando la oí, ni siquiera lo pensé: esto no aparecería en mi película”. Hizo bien: al fin y al cabo, se trataba de un documental para Discovery Channel. Lo que sí incluyó, después de revisar más de cien horas de cintas de video grabadas por Treadwell que logró recuperar, fueron las crónicas de un idealista que siempre cuestionó la relación entre la humanidad y la naturaleza, un protector de fauna silvestre que llegó a declarar que quería mutar en oso, porque estaba seguro que era el estado perfecto de la vida, conjetura que simplemente le mereció el calificativo de loco enajenado por parte de científicos y personas que lo conocieron o supieron de su cruzada pro-plantígrada. Herzog no sólo muestra a un personaje amante de los animales, también descubre a un aprendiz de cine que a través de su videocámara (repitiendo hasta 15 veces la misma toma para transmitir un sentimiento al espectador), apasionadamente nos invita a ver el proyecto de su mundo idealizado, dispuesto a defender a capa y espada la vulnerable integridad de ese espacio perfecto, bucólico siempre, lleno de aparente paz y armonía. Ese era el mundo de Timothy Treadwell, quien no tenía muy buena relación con el otro mundo, que había decido abandonar por largas temporadas, para no tener que seguir lidiando con sus presiones competitivas, sus substancias prohibidas y sus terapias alienantes.
Pero allí donde Treadwell veía una bondad inherente en los osos, una bondad que los humanos habríamos perdido en nuestro camino hacia la civilización, el artista, Herzog en este caso, discrepa. “Al ver su mirada (del oso) nunca he visto ni rastro de bondad, tan solo la abrumadora indiferencia de la naturaleza”, nos dice a cuadro el cineasta, para quien dicha naturaleza no es más que una entelequia, una categoría que sólo existe como tal, un sistema complejo regido por propiedades emergentes que surgen de las interacciones entre los integrantes de ese sistema y el entorno. Algo que es lo que es, ni bueno ni malo, como el oleaje sobre el acantilado de un paraje ignoto. O como una osa y su cría ramoneando en la soledad de un remoto valle del oeste canadiense.

Grizzly man no es, desde luego, un documental didáctico sobre la biología de los úrsidos, ni la narración dramatizada de una historia natural; mucho menos un entusiasta llamado a la protección del ecosistema. Más bien es una reflexión aguda y estremecedora sobre las difíciles relaciones del hombre moderno con la vida silvestre y viceversa, sobre la magnitud del instinto salvaje y, ante todo, una mirada a un lado oscuro de la naturaleza humana: el del éxtasis de la enajenación.

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