martes, 25 de marzo de 2008

La muchacha del arete de perla


La muchacha del arete de perla (Girl with a pearl earing)

Dirección: Peter Webber
Producción: Andy Paterson
Guión: Olivia Hetreed, basado en la novela de Tracy Chavalier
Elenco: Colin Firth, Scarlett Johansson
Música: Alexandre Desplat
Países: Reino Unido, Luxemburgo
Año: 2003
Duración: 99 min.



El tema de uno de las obras más conocidas y hermosas del pintor holandés del siglo XVII, Johannes Vermeer, Muchacha con perla (Muchacha con turbante) se convierte en motivo para la realización de esta fina película biográfica y costumbrista del debutante director inglés Peter Webber. La historia es narrada desde la perspectiva de Griet, una adolescente que debe dejar a su familia para ir a servir a la casa de Vermeer, ubicada en las cercanías del canal de Delft, su ciudad natal. Al llegar, se le encargan diferentes faenas, incluida la de efectuar la compra de alimentos en el mercado local, donde conoce a Pieter, el hijo del carnicero, quien no tardará en interesarse por la bella y humilde Griet. A los pocos días también le es asignada la limpieza del estudio de Vermeer, donde de inmediato percibe la atmósfera taciturna y reclusiva que el maestro requiere para trabajar, desarrollando una afinidad instintiva con su proceso artístico. Su presencia despierta el interés del propio Vermeer, quien la adopta como ayudante personal para la preparación de sus materiales, hasta que finalmente, cautivado por la misteriosa hermosura de la joven, le pide que pose para la realización de un retrato. La relación entre el artista y su nueva modelo provoca la contrariedad de la celosa y posesiva mujer de Vermeer, Catharina, y de su intrigosa madre, así como el libidinoso interés del otoñal Van Rujiven, el mecenas del pintor, quien acostumbra elegir los temas que Vermeer habrá de pintar para él. En medio del cisma que ha provocado, Griet sigue cumpliendo con sus labores, alternando un romance dulce y tranquilo con Pieter, con una contenida pero irrefrenable atracción por el propio Vermeer.

En una de las secuencias más interesantes, un extraño mueble es trasladado al estudio del pintor. Se trata de una “cámara oscura”, un instrumento que reproduce sobre un plano cualquier imagen tridimensional que se sitúe ante ella. Consiste en una caja cerrada, con un orificio en uno de sus lados, que permite el paso de la luz reflejada por los objetos hasta reproducirse la imagen en el fondo de la misma. Vermeer permite a Griet echar una ojeada y esta se sorprende ante la visión, como si hubiese descubierto una nueva manifestación de lo real.

La cámara oscura tenía diversas variantes que, mediante el uso de lentes, permitían corregir la inversión de la imagen y convertirla en un instrumento muy útil para cualquier pintor interesado en las leyes de la perspectiva, y en la incidencia y reflexión de la luz. El principio es el mismo que permite a las cámaras fotográficas actuales proyectar las imágenes sobre una película impregnada con ciertas sustancias químicas que fijan la proyección. El tipo de cámara oscura que aparece en la película, era conocido como cubiculum; algunos modelos de ella, mediante el uso de lentes y espejos, permitían proyectar la imagen sobre una pantalla traslúcida.

La investigación de la luz era un tema de la época, con el estudio de la refracción por Snell, el invento del microscopio por Leeuwenhoeck y la teoría ondulatoria de la luz de Huygens. Dado el carácter racionalista que predominaba en el ambiente cultural europeo, no es de extrañar que los pintores se interesasen por los descubrimientos científicos que iban revelando tanto la naturaleza de la luz, como los mecanismos de la visión.

La muchacha del arete de perla es una bella e interesante película, absolutamente recomendable, sobre todo para aquellos que pensamos que existen senderos por los que el arte y la ciencia pueden pasear abiertamente tomados de la mano. Pocas veces el cine comercial se ha ocupado como en esta ocasión de dramatizar con sentido pleno el proceso de generación de una obra de arte, como es este famoso y enigmático retrato pintado por Jan Vermeer hacia 1665. El logro no radica solamente en haber sabido plantear una historia sino, sobretodo, en haberla podido ambientar plásticamente. Es de reconocer en este sentido el trabajo combinado del director Webber y el de su cinefotógrafo, Eduardo Serra, quienes imprimen el film en relajantes tonos sepia y ámbar que remiten directamente a la atmósfera de intimidad de los propios cuadros de Vermeer. Lo mismo vale decir para la representación de la época y la cuidadosa selección de exteriores.

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sábado, 15 de marzo de 2008

NANOOK, EL ESQUIMAL


Nanook, el esquimal

Producto de las necesidades de la investigación científica, desde sus comienzos el cine se planteó la necesidad de registrar la realidad para presentarla al espectador, aunque siempre hay que tener presente que se trata de la realidad bajo la perspectiva del ojo que la mira, en este caso, a través del lente de la cámara.

Si existe un género cinematográfico para el que lo anterior sea válido se trata, sin duda, del documental, y Nanook, el esquimal, realizada en 1922, está considerada fundadora de dicho género, además de obra maestra del cine silente. Su realizador, Robert Flaherty, es reconocido en la historia del cine como el padre del documental. ¿En qué sentido? Ingeniero de minas de profesión, en un principio Flaherty utilizó el naciente sistema de filmación como una herramienta de trabajo. Con su rústica cámara realizaba las tomas necesarias sobre un territorio o una obra en concreto que debía inspeccionar para la empresa que lo contrataba. Al realizar estos trabajos, comprendió las grandes posibilidades que se intuían con el nuevo invento. Estudió las diferentes tendencias existentes en las películas de ficción y decidió utilizarlas en sus filmaciones; de esta manera, el drama, con su posibilidad de producir impacto emocional, se ligaba con algo real: las personas mismas, su modo de vida y los escenarios naturales donde ésta se desarrollaba. Con estas ideas, creó un nuevo género fílmico, el documental, o el documental de exploración propiamente dicho, mismo que podría comprender varios subgéneros, como el etnográfico, el de viajes o el denominado de naturaleza. Todos ellos tienen un mismo fin: mostrar al espectador un mundo diferente. Costumbres, rituales, paisajes, monumentos, animales, etc., forman parte del repertorio de estas obras. Y todas ellas suelen tener una misma base dramática: el director intenta que el espectador se implique afectivamente con uno o varios de los protagonistas del documental, tratando de conseguir un efecto de afinidad que transgreda la pantalla y sitúe al espectador como protagonista, al identificarse con un alter ego desconocido.

En 1920, Flaherty decidió aprovechar un viaje al Ártico canadiense para filmar la vida de los habitantes de la región situada al nororiente de la Bahía de Hudson. Pasó más de 13 meses en compañía de los esquimales del grupo Itivimuit, convirtiéndolos en sus ayudantes de rodaje. Escogió a Nanook, uno de los mejores cazadores y a su familia como protagonistas y lo siguió en todas sus andanzas diarias. Su registro de escenas de caza al aire libre o las intimistas dentro del hogar, están realizadas con una gran fuerza y sensibilidad.

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domingo, 2 de marzo de 2008

EL VAMPIRISMO EN EL CINE


De raíz balcánica, el mito del vampiro –del húngaro vampir- aparece en el siglo XVIII. A pesar de múltiples particularismos locales, el personaje de Drácula, surgido en 1897 con la novela de Bram Stoker, homogeneizó la diversidad vampiresca, creando un arquetipo universal. El mito tiene origen en dos creencias: la ingesta de sangre y el muerto vivo. En la primera, se suponía que beber la sangre de una persona permitía apropiarse de los atributos del muerto, cualidad hematófaga basada en una lógica elemental: puesto que las personas se debilitan o mueren al perder sangre, deben fortalecerse o resucitar al recibirla. En cuanto al mito del muerto viviente, se asentó en Europa durante las grandes epidemias de los siglos XIV al XVII, en las que las víctimas llegaban a ser enterradas antes de morir; algunos lograban escapar de sus tumbas, o bien, al abrir los ataúdes, se comprobaba que los cuerpos se habían movido; en medicina se denominaba catalepsia o muerte aparente a esta “inquietud de los muertos”. Considérese también el robo de cadáveres de los cementerios para prácticas de anatomía, que llevaba a descubrir ataúdes inexplicablemente vacíos.

Además de la catalepsia, existen relaciones interesantes entre la medicina y el vampirismo. Algunos de sus síntomas pueden asociarse con enfermedades como la rabia y la porfiria. Esta última es el nombre genérico dado a un grupo de enfermedades caracterizadas por la sobreproducción de porfirinas, pigmento ferroso de la hemoglobina, que transporta oxígeno a los glóbulos rojos. Uno de sus síntomas es la fotobia, pues la piel del porfírico es dañada por la luz solar, que le causa lesiones cutáneas, incluido el enrojecimiento de encías y párpados. Respecto a la rabia, que tuvo brotes epidémicos importantes en la Europa del siglo XVII, produce en sus pacientes ataques de agresividad acompañados de mordiscos, hiperactividad sexual, ansiedad, vagabundeo y alteración del ciclo vigilia – sueño; durante los ataques, el enfermo llega a mostrar los labios retraídos que descubren sus dientes.

En cuanto a la relación del murciélago con el vampirismo, la explicación viene en sentido contrario a la comúnmente creída. Durante la colonización de América, naturalistas europeos descubrieron que el nuevo continente era un paraíso quiróptero; sorpresa mayor fue que entre miles de especies de murciélago, tres fuesen hematófagas, a las que de inmediato llamaron vampiros, extrapolando las características de los chupadores de sangre humanos, cuya leyenda conocían.

El vampiro es un no-muerto (undead, en inglés), cuyas liga diabólica lo ha convertido en un alma en pena corpórea, condenada a una dolorosa inmortalidad, hasta que el rito apropiado –estaca en el corazón, decapitación- le permita el reposo eterno. Quizá por el hecho de ser un alma, es a veces incorpóreo y no se refleja en los espejos ni proyecta sombras. Además de identidad demoníaca, en el vampiro encontramos un evidente simbolismo sexual. En su versión más conocida, suele ser físicamente atractivo y ejerce una extraña atracción sobre sus víctimas; su depredación siempre es nocturna, el momento apropiado para el amor. Su rito consiste en un beso en que sus largos caninos penetran la piel de la víctima, haciendo manar su sangre que chupa a continuación; las víctimas caen en un estado de languidez reminiscente del post-coitum y facilitan la repetición de la experiencia. Este acto de sadismo oral encarna desde luego el acto sexual impresentable en contextos culturales puritanos –como en el que fue escrita la novela de Stocker- pero a la vez se trata de un acto condenable, en una clara asociación de placer físico y perdición moral.

Con estos antecedentes, sobra decir que el personaje del vampiro llamó la atención del cine desde un principio. La filmografía del vampiro puede alcanzar centenares de títulos; aquí mencionaré sólo algunos de los más famosos de este subgénero.

El primero es Nosferatu (1921), del expresionista alemán F. W. Murnau. La película no sigue el argumento de Stoker, pero conserva la atmósfera angustiante de la novela; Murnau optó por ofrecer una imagen del vampiro distinta de la que Hollywood presentaría una década después, tomándose la licencia de hacer que proyectara sombra y se reflejara fugazmente en un espejo. Otro famoso director alemán, Werner Herzog, rodó en 1979 otro Nosferatu, en el que hace una relectura existencialista del film homónimo de Murnau.

En 1931, el director Tod Browning realizó Drácula, con el actor húngaro Bela Lugosi, cuyo personaje se convertiría en ícono mundial del vampiro. Su imagen elegante y exótica contribuyó a erotizar la atmósfera de un film en el que los mordiscos fueron ocultados mediante elipsis, en fuera de campo o absorbidos por oportunos fundidos. Dos décadas después, la productora Hammer Films lanzaría su serie de películas estelarizadas por el inglés Christopher Lee, que son a color y por tanto potencian el dramatismo de la sangre; sadismo, necrofilia y goce femenino se hicieron más patentes desde entonces. Cabe destacar también un ciclo de producción mexicana, cuyos títulos más famosos fueron El vampiro y El ataúd del vampiro, ambos dirigidos por Fernando Méndez y con el actor Germán Robles.

La última película a comentar es Drácula de Bram Stoker, realizada en 1992 por Francis Ford Coppola. Aunque el título sugiere que se trata de una versión apegada a la novela, más bien es una versión muy personal del director, suntuosa y técnicamente brillante, de exacerbado romanticismo, en la que Drácula habita un castillo de aire rococó, luce un peinado dieciochesco y un largísimo manto escarlata. El filme hace un homenaje al cine cuando Drácula y Mina, su enamorada víctima, acuden a una sesión londinense del incipiente cinematógrafo –novedad de la época- y el propio conde no deja de maravillarse por los prodigios de la ciencia moderna.